Desde el vibrante acero [Vol. 2]


Era de noche, las luces de las estrellas brillaban en los Alpes celestes mientras eran menospreciadas por las farolas que alumbraban la callejuela, angosta y lóbrega, de la sala. Decían que era un mago, un enviado de Orfeo que portaba su mensaje por todo el mundo. No será para tanto, pensaba, un buen músico, nada del otro mundo. Pocas veces se alegra uno de equivocarse; ésta fue una de ellas. Para cuando entramos ya estaba allí subido, sobre el escenario, sobre el altar, escupiendo notas.

Llevaba impregnada una explosiva pólvora capaz de arder en cualquier momento e incendiar el mundo entero en sus dedos mientras tú sólo notabas, incapaz de hacer nada, como se te encrespaba la piel con cada choque entre la cuerda y la púa. Pero el volcán aún no estallaba, se reservaba para el momento adecuado, y, hasta que éste viniese, advertía a los desasosegados espectadores mostrando la magmática lengua de la bestia que llevaba entre las manos, de seis cuerdas, roja. Los truenos clamaron de impaciencia, la tormenta se posó sobre nuestras cabezas.

Como si el Sol explotase y nosotros, pobres mortales, tuviésemos el privilegio de ver escupir fuego del mismo corazón del astro rey, posando y desnudándose ante nuestros ojos, fotograma a fotograma, con una velocidad que se reía del tiempo y la distancia. Como una flor floreciendo y desfloreciendo una vez tras otra, interminablemente, alternando sus pétalos con la infinitud de los colores en forma de sones.

Bailaba sobre el mástil de aquel su velero. Más bien, eran las propias notas las que trataban de seducir al guitarrista, al poeta, para formar parte de él aunque fuera tan sólo por un instante; le rodeaban, le acariciaban, le susurraban al oído, y, con un miserable movimiento de su mano, les concedía sus deseos o se los negaba.

Los sonidos se golpeaban unos a otros pero, lejos de tumbarte, te transportaba a algún lugar perdido, alejado la mano del hombre corriente, al rincón secreto dónde pacen los dioses. A tú alrededor se unía los sentidos unos con otros; sabores, olores y tactos eran uno sólo ahora. El fuego de Heráclito se encendía de nuevo en nuestro interior, dispuesto a hacer aquello para lo que había nacido. El público vibraba. Era tiempo de cambiar.

Sonaron los cristales al estallar en miles de cientos de pedazos cuando cayeron contra el suelo, mientras aquella endemoniada guitarra no dejaba de escupir balas. Sí, fuimos asesinados, y renacimos. Sentimos una infiel daga atravesándonos el corazón, el alma, mas más extraño fue ver nuestra propia mano ensangrentada por nuestras entrañas empuñando el fatídico acero. De la herida del costado de cristo brotaron las nubes que pronto nos rodearon, nos elevaron a la cuna de la luna y allí, como una vez en el edén, nos desnudamos. Incrédulos, desnudas nuestras almas de toda vestidura, despojados nuestros cuerpos de su usual cárcel, exaltados, apilados los unos con los otros a la sombra de aquel gigante.

Nadie supo cómo ni qué había sucedido. Pero allí estábamos. Maravillados. Incapaces de movernos. Temerosos del vibrar de las cuerdas, de su hablar, de su pensar. Por suerte, o por desgracia, el concierto ya había terminado.

Las luces de las farolas parpadeaban en nuestro regreso a casa.

1 comentari:

Sergio ha dit...

Esa magia bajo layema de los dedos ya nadie la ha vuelto a tener.
Bendigo esta sección de literatura eléctrica.