Desde el vibrante acero [Vol. 3]


Al acabar el concierto salí por la puerta de atrás a dónde nadie me viese, a dónde los coches tratan de arrancar el alquitrán de las calles y salpican las aceras con la lluvia que no encuentra rendija por la que colarse. El humo del canuto hilaba ríos de plata brillantes en la oscuridad, los pasos se asfixiaban en el eco del vacío, el frío detenía los relojes. No iba a ninguna parte en concreto, simplemente caminaba hacia cualquier lugar, toda esquina era buena para torcer. Empezaba a llover.

Había tocado una vez más, como me habían pedido esos bastardos de la casa discográfica; la última vez. No quedaba nada por demostrar, a nadie. ¿Y ahora qué? era la desdichada pregunta que me perseguía en mis sueños, robándolos de la cárcel que ahora era mi mente, escondiéndolos, alejándolos. ¿Era ese el fin? Hablan del destino como si fuera poesía encadenada a su propio exilio, condenada a no ser cantada, como una ola que jamás llega a la orilla, como los colores al ciego, como baladas al sordo. Pero el mar arrojó sus hijas contra los acantilados, el ciego aprendió a ver los colores en las notas y el sordo a oír las notas en los colores. ¿Cuál es el destino del destino?, ¿cuál el deseo del deseo?, ¿cuál el aire del aire?

Pasaron los días, y las luces de neón se parecían cada vez más a unas piernas de mujer, a una raya blanca en el servicio, a botellas vacías por el suelo, a cristales rotos, sábanas revueltas, gritos, sollozos, desesperación, locura. En blanco y negro giraba el mundo sobre mí, estridentes altavoces cacofónicos reemplazaban el habla, distorsionadas figuras angostas reencarnaban a las personas. Ignoraba cual era la próxima parada de este tren descarriado, y yo iba en él, en uno de sus asientos; por megafonía el conductor confesaba haberse perdido.

Una mañana la volví a ver, sobre la cama, picado el rojo de su piel, oxidado el acero. Me la vestí una vez más, sin embargo, ya no me susurraba. Cada nota era un verdugo, el mismo hombre encapuchado quien afiló la espada hace mucho. Sangran las muñecas por el roce de los grilletes; tal vez hoz, tal vez mañana, quien sabe cuando llamarán a tu puerta, lo único que puedes hacer es esperar, esperar.

1 comentari:

Sergio ha dit...

Diós, ese último párrafo es la hostia cabroncete.